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domingo, 4 de mayo de 2008

El Monstruo de Austria


Asi lo llamo la prensa internacional... y yo me pregunto y me maravillo a la vez, como es posible que la mente de una persona pueda hacer tan increible daño por años y años... Que pasa en la mente de personas como esta? Conocen la linea que separa el bien del mal? Tienen remordimientos? Cuando pagan su infierno? Porque la gente mira sin ver? 24 años!!! Un sotano antiatomico!!! Puertas de acero con chapas electroncias que solo se ven en los bancos!!! 4 personas en un sotano con edades de 42, 19, 15 y 5!!! Ruidos!? Miedos!?... de verdad increible... el siguiente articulo de El Mercurio de Chile del dia de hoy, lo resume...



El monstruo de Austria
Joseph Fritzl, salvo las cejas, tiene la apariencia de un jubilado plácido; pero es un monstruo. Encerró a su única hija en el subsuelo de la casa familiar, y allí, en la mazmorra, la mantuvo durante veinticuatro años sometida a abusos sexuales. A medida que los hijos nacían, se las arregló para hacerlos llegar a la puerta de su propia casa donde convencía a su mujer para acogerlos. Así pudo criar a algunos de ellos mientras la madre (que era también su hija) seguía encerrada en el subsuelo con otros de sus niños, caminando encorvada y de puntillas y sin cometer ruido alguno, temerosa de que el padre, ese monstruo, inundara de gas la mazmorra y la hiciera morir asfixiada.

El increíble caso (que se asemeja al de Natascha Kampusch) quedó al descubierto cuando Fritzl hubo de llevar al hospital a una de sus hijas producto del incesto. Se le descubrió luego, a pasos de allí, con su otra hija secuestrada por décadas, intentando saber de la enferma.

Los detalles del caso son estremecedores: el abuelo Fritzl mantuvo durante un cuarto de siglo una estructura familiar aparente y, literalmente debajo de ella, otra que era el revés de la primera. Y como era de esperar, su víctima -esa hija a la que comenzó a abusar a los once años y a la que mantuvo encerrada durante veinticuatro- se había adaptado a esa vida de infierno y así criado a algunos de sus hijos sin siquiera ver el sol. Uno de ellos, al ser liberado, preguntó si acaso la luna era Dios y en vez de hablar repetía una y otra vez, en un murmullo, algo que según la policía era una de las canciones de cuna con que su madre debió haberlo consolado en las noches de terror de la mazmorra.

Por supuesto, Joseph es un insano, alguien en quien los frenos de la racionalidad y la compasión no cumplen tarea alguna. Pero lo más estremecedor es que Fritzl, desquiciado y todo, es un ser humano que fungió de persona común y corriente durante casi toda su vida, sin que nadie lo descubriera o sospechara de él, hasta ese día en que, movido por una rara compasión, llevó a su hija nieta al hospital para salvarla y se paseó luego cerca, con su otra hija abusada, para tener noticias de la enferma.

El caso del Monstruo -como de inmediato lo llamó la prensa- está lleno de síntomas y de indicios para la vida que tenemos en común.

Desde luego el caso recuerda, por enésima vez, algo que ya sabíamos pero que a veces nos cuesta aceptar.

La vieja distinción entre dos esferas de la existencia humana que es tan cara al conservantismo -una regida por el cálculo y el poder, la vida pública, y otra en la que impera la afectividad y el consuelo, la vida privada- se revela, en este caso atroz, falsa. La dominación y el abuso, el cálculo y la crueldad, también se infiltran en la vida familiar. Por supuesto, el caso de este monstruo es un exceso increíble y afortunadamente raro; pero nada de eso debe hacernos olvidar que la vida en familia también puede estar tejida de abusos y que los viejos ideales burgueses, que ponen la placidez del lado de la familia, y la lucha y la dominación del lado del trabajo y la política, son falsos y que cuando se los cree a pie juntillas permiten que tipos como Fritzl, u otros que se le parecen, caminen por allí sin que nadie se dé cuenta.

Los temas del femicidio y la violencia familiar no son entonces, como algunos creen, temas de moda, intervenciones desmesuradas o lugares comunes del progresismo. Ellos intentan recordarnos una y otra vez que esa distinción entre la vida familiar (plácida y acogedora) y la vida pública (competitiva y feroz) suele ser falsa.

De otra parte, el caso de Fritzl ocurre en Austria y a pocos kilómetros de Viena, una ciudad que fue durante largo tiempo la cuna de la racionalidad más exquisita. Ahí nacieron Wittgenstein y ahí vivió Mozart. Ahí trabajó -hasta ser expulsado por los nazis- Freud quien, dicho sea de paso, nunca se sintió cómodo en ella. Cuna del desarrollo intelectual centroeuropeo de comienzos del veinte, Viena, vecina del monstruo, fue también el lugar que alojó a Hitler y donde por casi ocho años vivió secuestrada Natascha Kampusch. Por supuesto, nada de esto significa que Austria o Viena o sus lugares aledaños tengan la culpa de las atrocidades de Fritzl (o de Hitler); pero muestran hasta qué punto la racionalidad humana y el autocontrol son una capa delgada y frágil que puede esconder las peores cosas.

Después de todo, Auschwitz también fue producto de la racionalidad, y entre nosotros la tortura (a veces con maneras que no empalidecen al lado de Fritzl) se practicó -y se justificó- desde el día siguiente de haber acabado una democracia cívica de la que nos enorgullecíamos y que había durado, según decíamos, casi un siglo.

Así entonces el caso de Joseph Fritzl es un ejemplo exagerado y estremecedor de que hay que estar alertas para sostener el delgado barniz de humanidad que nos constituye y debajo del que habita, como vislumbró el personaje de Conrad, y lo probó de nuevo este monstruo de Austria, simplemente el horror.